Vietnam... Un país de contrastes que me envolvió por completo.
Las vibrantes calles de Ho Chi Minh y Hanoi me impactaron con su incesante energía: el murmullo de las conversaciones, el claxon constante de las motos y el inconfundible aroma de la comida callejera. 
Sin embargo, tras el ajetreo urbano, se encuentra la calma en el campo.
Fuera de las grandes ciudades, pequeñas y encantadoras localidades como Hoi An y Da Nang, y otros rincones rurales, te invitan a detenerte, respirar y dejarte llevar por la serenidad del paisaje vietnamita.
Allí, en medio de arrozales interminables, pude presenciar la cosecha del arroz, una tradición milenaria que se celebra con rituales y festividades propias. Ver a los agricultores trabajar en los campos, con sus vestimentas coloridas y su inquebrantable dedicación, me conectó de una manera muy especial con el alma de este país.

Su vecino, Camboya, me ofreció una experiencia totalmente distinta y profundamente reconfortante.
 Al recorrer los majestuosos templos de Angkor, sentí una paz y quietud que contrastaban con la intensidad de Vietnam. Cada piedra y cada relieve parecían contar historias antiguas, y la atmósfera sagrada de estos monumentos me llenó de una sensación de asombro y tranquilidad.


Ambos destinos, con sus matices únicos, se entrelazaron en mi viaje, regalándome momentos inolvidables entre la vibrante modernidad y la eterna calma. 
Mientras Vietnam me mostró la dualidad entre el bullicio urbano y la tradición rural, Camboya me enseñó la quietud y la majestuosidad de su patrimonio ancestral.

 Una experiencia que se grabó en mi corazón y que, sin duda, te invitará a descubrir estos maravillosos países.

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